Tengo el recuerdo de uno de mis últimos abrazos significativos. Ocurrió poco antes del confinamiento, y fue un abrazo relativamente anónimo.
Era miércoles, y ya circulaba el rumor de que pronto nos sería prohibido acercarnos los unos a los otros. Ese día en la clínica teníamos prevista una “dinámica”. Las dinámicas son espacios de trabajo grupal, donde representamos personajes de la vida de alguien también presente, para que esa persona pueda explorar determinados conflictos de su biografia y se sienta arropada en un espacio seguro. Ese día vino Wendoline, una mujer extranjera afectada de metástasis pulmonares. El roleplay que desplegamos entre todos fue muy emocionante; yo representé el personaje de “ella misma” y eso nos conectó de algún modo. Al acabar nos abrazamos las dos. Como un invitado entrando en una habitación de silencio, así me sentí yo al entrar en su abrazo: tímida, con una pizca de tensión: allí dentro latía un corazón hermoso y descansaba sobre su respiración pausada el agradecimiento.
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Pocos dias después de la dinámica cruzamos todos una misma puerta y entramos sin querer en la diminuta dimensión de un virus. Allí se prohibieron los abrazos, y sucedieron muchas otras cosas más. Ni me pregunto cómo pudo un planeta entero pasar a través de algo más pequeño que el ojo de una aguja; quizás porque fué la manera más fácil que tuvo la Tierra de huir del monstruo exterminador en el que nos habíamos convertido como especie.
Encerrados “bajo llave”, el mundo tal y como lo conocíamos empezó a cambiar: se impuso el silencio, la incertidumbre y la distancia. En otras circunstancias, el recuerdo insignificante de mi abrazo habría caido desdeñado en el olvido, esa especie de desechería de la mente. Pero ahora no; para poder seguir viva yo y mi singularidad necesitábamos todos los recuerdos de piel posibles.
No soy una buena abrazadora ni me dejo abrazar con facilidad. Me cuesta relajarme, supongo que me da miedo el confiarme a esos otros brazos que sostienen, y la vulnerabilidad que eso comporta. Sin embargo, soy una persona con una intimidad ambivalente: deseosa de compartir afecto, y al mismo tiempo facilmente herida por cualquier proximidad. Percibo tanto la energía de las personas, animales, plantas, piedras, lugares y cosas, que a veces me daña su intensidad y no encuentro la manera de regularme sin enloquecer por tanto estímulo. Con el tiempo, he construido mis canalessecretos por los cuales obtengo y doy amor; tienen como elementos base la delicadeza, la discreción, y la sensibilidad. A menudo son expresiones silenciosas y quasi-anónimas, por lo que algunas personas me consideran distante y seca. Me basta, no me importa. Se que estoy diseñada para la soledad , aunque a veces la encuentre insoportable.
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Bien, nuestros gobiernos nos confinaron en las casas, sí, y en lugar de invitarnos a conectar con nosotros mismos nos sedujeron para desconectarnos aún más. Pasen y vean, enchúfense de nuevo a sus queridas pantallas, y miren: netfilix, movistar, disney, noticias, wats ups….On-line, off-heart.
Pero no todos los hombres y mujeres fueron abducidas; muchos de ellos y ellas al silenciarse las calles y vaciarse sus mentes de rutinas, pudieron oir de nuevo. Los unos, escucharon hablar a la naturaleza, las otras, a sus propios corazones. No fueron muchos, pero fueron suficientes los que entendieron la razón oculta del “con-afinamiento”.
En esta cotidianidad impuesta también se dieron situaciones que, a modo de Koan, abrieron la oportunidad de crecer un poco más como personas, y abrazar aspectos de nuestra vida que antes solíamos despreciar. Así por ejemplo, algunos que no soportaban estar cerca de otras, ahora se veían ahora obligados a una convivencia permanente. Las que odiaban ir cada día a una oficina tediosa, ahora se enfrentaban al horario líquido del teletrabajo. Los distantes, desolados por el aislamiento, y aquellos que encerraron a otros y otras entre rejas, ellos también aprisionados.
Tiene su gracia. Nuestro Goliath insaciable, cultura de apetito y crecimiento ilimitados, ahora derrotado por un pequeñisimo David: David “el virus”. Con nuestra arrogante ingenuidad repetimos todos juntos como un mantra: “lo venceremos”, sin percatarnos de que ya hemos sido vencidos.… ¿O quizás lo que hemos sido es rescatados?. No alcanzo a distinguir quien es mayor enemigo de la especie, si el virus, o el mundo que hemos creado entre todos.
Immersos en este momento de tanta diversidad significativa cuesta encontrarse. Se amontonan las vivencias: crueles y dolorosísimas para unos, remanso de paz para otras. Se acumulan las muertes, los sufrimientos, los cantos y los juegos; los homicidios económicos, los nacimientos espirituales. Se genera nuevo pulmón libre de tóxicos para el planeta, al mismo tiempo que colapsan miles de otros pulmones, los humanos, asfixiados por la infección.
Me hago consciente enmedio de este caos, de cómo antes del Coronavirus, la Vida -aunque aplastada bajo el Mundo- conseguía abrirse paso paso entre sus grietas, como lo hacen las flores que crecen entre el asfalto urbano. Esa Vida persistente, refugiada en las pequeñas cosas “sin importancia”:
la piel,
la suciedad orgánica,
la espontaneidad,
el tacto,
el vínculo,
el beso,
el abrazo,
el susurro,
el baile,
el bar,
La echo tanto de menos…..
No me sirve internet. Ni la mejor de las experiencias virtuales. Quiero recuperar mi experiencia humana, imperfecta, impredecible, completa, con todos mis sentidos de percepción biológicos. Quiero dar más vida a la Vida, y no aplastarla bajo el peso del mundo de las cosas, programado para alienarnos.
He tenido una pesadilla: “sueño que somos un gran experimento, y que no puedo soportar más el confinamiento impuesto. Salgo a la calle en busca de calor humano. Me detienen; me encierran en un ghetto repleto de gente hacinada, habilitado para fomentar infecciones en masa. Allí separan los muertos de los vivos y seleccionan a los supervivientes con inmunidad de grupo: valdran mucho”.
Cuando me despierto, sigo sola.
En mis soledades me desdoblo en dos para acompañarme. Hablo conmigo misma, me digo: “Oye, ahora que nadie nos ve, podemos abrazarnos”. La palabra a-brazos me significa alargar los brazos para poder acoger a otros. A nuestros hermanos por ejemplo, a esos que antes del coronavirus nos quedaron lejos; sí, a los que se hundieron en el mar mientras lo que les dimos fue la espalda y no los brazos. O a nuestros otros hermanos, los del primer mundo, que ahora están en el mar, confinados en cruceros o barcos bélicos y que nadie les deja atracar por temor a que contagien el virus. A nuestros hijos, a esos hijos adoptivos me refiero, los hijos de los otros que bien podrían ser los nuestros, aquellos hijos lejanos que mueren de hambruna, o de bala. O A nuestros padres, aquellos ancianos, padres de otros como nosotros al fin, que alimentan a los suyos con lo que pueden, en medio de la miseria y de los tóxicos importados del primer mundo.… el mundo “de las malditas cosas”.
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Hay otros ratos de soledad que si me aburro, recurro a los cuentos de la ciencia: ¿Podría un abrazo mantener a raya las infecciones?. Leo un estudio dice que el abrazo, no solo mejora nuestro estado emocional sino que también puede protegernos contra los virus; cuanto más nos abracemos, más protegidos estaremos contra las infecciones. “Hemos descubierto que los abrazos son responsables de alrededor de un tercio del efecto protector contra la infección” explica Sheldon Cohen, líder del estudio.
La ciencia tambien me cuenta que hay abrazos que pueden llegar a asfixiar, incluso a matar. Se refieren al “abrazo asesino” de nuestro sistema inmune, los linfocitos. El linfocito T citotoxico va de aquí para allá como un agente secreto: contacta con las células de nuestro cuerpo y se asegura que las proteinas que expresan en superficie son las correctas: una especie de DNI celular. Si una célula está infectada por virus, el linfocito descubre su DNI falso; estira su membrana como si fueran brazos, rodea a la célula infectada y la revienta con una especie de sustancia corrosiva: he ahí el abrazo asesino. Pero a veces sucede que son tantos los abrazos que se dan, que se monta la de dios con tanta inflamación; se llena el pulmón de células reventadas, y no solo muere la celula infectada, sino hasta el apuntador: acaba con la vida de una persona, como vemos que sucede con las pulmonias CovidXIX.
Pero cierto es que los humanos -me atrveria a decir que casi todos los mamiferos- no podemos vivir -ni evolucionar- sin abrazos. De bebés, sin el contacto piel con piel no hay desarrollo cerebral correcto cuentan los cuentos cientificos. Sí, acariciar y abrazar un bebé es clave para mejorar su desarrolo cerebral . No solo los bebes lo necesitan, sino tambien los adultos: el contacto con la piel, la caricia y el masaje reducen la produccion del cortisol -la hormona del estrés– y esto a su vez, aumenta producción de linfocitos, de hormonas del bienestar, y de regeneración (serotonina, dopamina,oxitocina). Además, el contacto físico y los abrazos también activan la región del córtex cerebral relacionada con la confianza y la honestidad, y desactivan el área de la hostilidad. ¿Alguien puede imginarse un mundo así?
Desgraciadamente, conforme envejecemos el contacto físico disminuye; no hace falta que explique el porqué. El índice de enfermedades y de mortalidad aumenta debido a ello. Si eso es lo que dicen los científicos…entonces, no es sólo el virus lo que mata a nuestros ancianos.
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En la era Coronavirus mueren nuestros mayores, mientras el capitalismo feroz grita al mundo que sus muertes les pertenecen, que son el producto de la sociedad artificial que ellos construyeron: longevidad, o más bien, durabilidad a toda costa. Fue en ese parque de atracciones del consumo -igual que le sucedió a Pinocho- que perdimos el rumbo, la autoridad moral, la responsabilidad, y por ende, la libertad. A Pinocho le confinó su hada, a nosotros nuestro virus, y nos crece la nariz como a él, de tanto mentirnos. Mueren los ancianos y los no tan viejos también. Mueren sin abrazos ni besos. Les quedan las miradas y susurros de sus ángeles guardianes: las médicas, los enfermeros, los médicos, las enfermeras; allá están, sostiendo su último aliento, permeables a su pena y su dolor a pesar de su equipo de aislamiento personal.
Mientrastanto ahí fuera, donde acaba el mundo y comienza la vida, la naturaleza nace, crece, se reproduce y muere sin el menor aspaviento. Parece que éste sea un tiempo para ver, y sin embargo seguimos ciegos. Continuamos aferrados al aparente mundo inmortal en lugar de querer abrazar la vida con su muerte. A mi, me gusta pensar que el virus nació en esta frontera entre el mundo y la vida, y que vino para rescatarla. La palabra Virus procede del latin “verus”, que significa “lo verdadero”. Os digo: escoged vuestra verdad, la Verus propia, sed soberanos de vuestra vida. Yo, si he de escoger la mía lo tengo claro:
Prefiero el vínculo al contacto
los ciclos al acelerador
la austeridad al espejismo de la abundancia
la piel al hastag…
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He salido un momento al súper; he tardado mucho más de lo previsto. Ya no se cumple la fórmula de Einstein. Mantener más espacio significa más tiempo; el observador ya no importa nada. Volvemos a la era de Aristóteles, donde el tiempo y la velocidad eran valores absolutos. O quizás retrocedemos al inicio, a esos mundos ancestrales donde el tiempo parecía no estar separado del espacio, y su interpretación era esclava del contexto: Momento-mundo.
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Mi momento presente es este: Miro a través de la ventana, llueve. Beso el cristal y procedo a desinfectarlo. Pasa alguien por la calle, la veo y siento deseos de abrazarlo, aunque sea por la espalda, con mascarilla, y sin respirar apenas.
Me oigo susurrar: “Por favor, que no se marchiten los vínculos, que florezcan los abrazos”. Uma
Dra. Eres
Directora médica imohe