12 May, 2018

Oncocuentos con final feliz

por Natàlia Eres en Notas de Autor

El barrendero del hospital (Adaptación de un cuento indio) – N. Eres

En una gran ciudad, gris y ajetreada, al pie de una torre de alta tensión, había un pequeño hospital oncológico. Aunque el lugar donde se emplazaba no era muy halagüeño, en las estancias se respiraba una atmósfera especial. Había sido un antiguo monasterio y aún conservaba esa “buena energía”.

Un día ingresó de urgencias Román, un hombre de avanzada edad, pobre e ignorante como una rata, sin más pertenencias en la actualidad que un voluminoso tumor colgando de su cuello. Román había sido diagnosticado de cáncer meses antes y ahora el tumor le sangraba a borbotones. Al principio los médicos dijeron que era por culpa de tanto tabaco que le salió el tumor, pero él no estaba seguro; creía que más podía ser por la vida tan triste y solitaria que había llevado que acabó fabricando un amigo llamado cáncer, para no estar tan solo. A Román le habían dado quimioterapia y radioterapia, pero el tumor seguía creciendo sin piedad, hambriento. Román tampoco no podía acceder a tratamientos más modernos, de esos que llaman de “experimentación”, porque en su vida errante había bebido tanto vino que su hígado no estaba en perfectas condiciones y eso lo hacía un “paciente que no cumplía los criterios de admisión” para poder recibir esos tratamientos de nueva generación.

Por eso, según él, fue deportado a un hospital de moribundos, paliativos, o crónicos, es decir, lugares donde cuidan de nuestro confort, aunque no nos den medicación para curarnos.

Aunque era analfabeto, ignorante, y viejo, Román tenia intacto el deseo de curarse, pero más que por fuera, por dentro. Vibraba en él un gran anhelo de sentir paz interior, para poder marcharse, llegado el momento, con gratitud. Verdaderamente, a Román no le asustaba la muerte; había vivido tanto, y tan mal… y estaba tan solo…

A Román se le asignó la habitación 108. Una habitación compartida con una anciana que lo único que hacía era dormir. Román casi no podía comer porque el cáncer le cerraba el paso; solo bebía, estaba enjuto y arrastraba un tumor tan grande que parecía el monstruo de las dos cabezas; pero tenía vitalidad y curiosamente, y a pesar de todo lo vivido, se sentía bien y con ilusión. Se aburría en la habitación, así que solicitó que le aceptasen como voluntario del hospital. Pidió ayudar en las tareas de mantenimiento de las salas. Los médicos y las enfermeras valoraron la oferta, pero enseguida se dieron cuenta que era analfabeto y de muy bajo coeficiente intelectual, incapaz para cualquier tarea compleja. Sin embargo, enternecía la motivación del anciano, sus ganas de colaborar y su deseo de sanarse, especialmente a las enfermeras, por lo que ellas pensaron que sería caritativo ofrecer a un hombre moribundo alguna pequeña ilusión con la que pasar el tiempo.

Los médicos y las enfermeras acordaron finalmente que se encargaría de mantener limpios los pasillos del hospital, tarea fácil y discreta. Le dieron una escoba y le encargaron de mantener inmaculados los suelos de la planta 1 del hospital.

Así lo hacía. Iban transcurriendo días, después meses, incluso años. El anciano se aplicaba con esmero a su sencilla tarea de barrer. El tumor crecía a veces y otras parecía estancarse, pero eso a Román parecía no importarle lo más mínimo. Dejó incluso de pedir medicación para el dolor y ni un solo día faltaba a su deber.

Poco a poco, los médicos se olvidaron del paciente. A veces pasaban de largo la habitación 108. Román cayó en el olvido, pero no para todos. Las enfermeras comenzaron a darse cuenta de que el anciano ostentaba una notable mejora en su aspecto físico y sobretodo anímico: les sonreía de buena mañana, a veces incluso cantaba. Tenía mejor color y lo que era más extraño, el tumor parecía estar fundiéndose.

Las enfermeras alertaron a los médicos, y estos, extrañados, decidieron preguntar al anciano qué medicinas o métodos especiales estaba siguiendo sin su permiso para conseguir tan extraños resultados. El viejo, les dijo:

-Señores, no he hecho nada especial, podéis creerme. Diariamente, con mucha atención, me he dedicado a limpiar los pasillos del hospital. A veces, incluso, las habitaciones de los pacientes. Eso sí, con mucho esmero y mucho amor en cada uno de mis actos. Cada vez que barro la basura y la tiro en realidad estoy barriendo la basura de mi corazón y limpiando mi espíritu; me libero de miedos, rencores y negatividades. La verdad es que así, día a día, me he ido sintiendo más sosegado y agradecido y, ¿qué más podría pedir? Vivir mis días con tanta dicha…

Los médicos no le creyeron y quisieron estudiarle. Seguro que tomaba alguna droga secreta. Pero Román siguió barriendo, ajeno a su alrededor, entregado y pacífico, mientras su tumor desaparecía sin que él tomara demasiada cuenta de ello porque lo más importante era barrer.

Román alcanzó la paz, la humildad y la gratitud barriendo, y también la curación. Murió muchos años después que sus médicos. En el momento de morir parece ser que tenía 105 años, un pequeño tumor en el cuello del tamaño de un garbanzo y una escoba agarrada de la que no lo pudieron separar y no les quedó más remedio que enterrarlo con ella.